miércoles, 23 de abril de 2014

En pocas palabras

Recuerdo que algunos de mis profesores decían que el sentido común nunca ha sido el mejor consejero para la ciencia. Ockham y su navajero principio estimulan a la elección de la más simple de las opciones cuando se den en las mismas condiciones.  Y, parece ser, que en nuestros días esto se ha adherido al tejido social como el aceite

De forma que cuando las cosas se complican un poco, bien sea en los negocios, en la educación, en la medicina o la justicia, se infiere que la responsabilidad es de quien no puede hacer rentable el negocio, del profesor que no enseña, el cirujano que no cura o el juez que sentencia injustamente. La quiebra, el suspenso, la enfermedad y la condena son consecuencias de la incompetencia del experto, cuyas decisiones son arbitrarias y nadie sabe como alguien les ha dotado de la facultad de tomarlas. Esta es la norma. La opinión mayoritaria validada por la ira y los prejuicios que emplazan a los profesionales al lado de los verdugos

Así que cuando un negocio se arruina, un alumno suspende, un paciente se muere o alguien tiene que ir a la cárcel o pagar una multa, no es porque las ventas hayan menguado, los estudiantes no estudien; la enfermedad sea incurable o haya existido un delito descrito y sancionado, es por la insaciable ¿sed de mal? de quien decide a pesar del análisis, conocimientos y experiencia en los asuntos que debe dirimir.


Esta es la actitud de una sociedad acomodada en la opulencia y la simplicidad. Todo se solventa, se supera, se cura y se recurre con resultados satisfactorios guiados al bienestar del público que vota. Basta extender una mano para conseguir lo que se desea en este mundo fácil.









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